Italia: la crisis perpetua
Por Carlos Espinosa
Profesor/investigador de Historia y Relaciones Internacionales en la USFQ

Italia no es un país desconocido para las elites ecuatorianas. Es el destino ideal para unas vacaciones destinadas a comer bien, contemplar las vitrinas de moda, admirar los autos deportivos y maravillarse o tomarse selfies ante las obras de arte y arquitectura más preciadas de la cultura occidental. Los viajeros acaso no están conscientes de que, a pesar de los lujos visibles en los centros de las ciudades más turísticas, Italia, es el “enfermo de Europa”. Así calificaron a su país recientemente un grupo de politólogos italianos.

Los contornos de la crisis perpetua que se remonta por lo menos al año 2001 son inconfundibles. Niveles bajísimos de crecimiento económico; una de las deudas públicas más abultadas en relación al PIB en el viejo continente; ingresos personales promedios que se mantienen iguales que en los 1990; una tasa de desempleo juvenil que bordea el 35% y que provoca la fuga de los jóvenes más talentosos; la persistencia de las mafias en el mezzogiorno (el sur); brotes de xenofobia contra los migrantes africanos; movimientos populistas de derecha e izquierda; inestables gobiernos de coalición que no logran hacer reformas y están siempre al borde de la disolución y una política económica sujeta al veto de la Unión Europea.

¿Cómo llegó a Italia a su condición actual? En la postguerra, Italia experimentó un milagro económico y un sistema de partidos estable controlado por dos grandes partidos de clase e ideológicos, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano. La Democracia Cristiana dominó los gobiernos que se sucedieron uno tras otro hasta principios de los años 80, mientras el Partido Comunista, lejos de hacer la revolución, gozó de una cuota de poder relevante, sobre todo en sus bastiones obreros del centro-norte y norte de Italia. El clientelismo y la corrupción proliferaron, pero también existía un debate político de altura y políticas que generaron bienes públicos. La llamada Primera Republica mostraba claros signos de agotamiento en los años 80, cuando un tercer partido, el Socialista, cobró fuerza a expensas del Partido Comunista, que se fragmentó con el fin de la Guerra Fría.

A principios de los años 1990, el escándalo de corrupción conocido como Tangentopoli (ciudad de sobornos) desprestigió a los partidos políticos y provocó el colapso de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista. El proceso judicial anti-corrupción llamado “manos limpias” señaló a muchísimos miembros de la odiosa partitocrazia, especialmente a demócratas cristianos y socialistas que habían manejado las redes de corrupción más lucrativas. Con el colapso de los partidos dominantes, Italia atestiguó una transformación política que condujo a lo que se conoce como la Segunda República. Resulta irónico que el gobierno más corrupto de la historia reciente del Ecuador, el correista, tomó una buena parte de su imaginario político-directa o indirectamente–de la poderosa lucha anti-corrupción italiana. Recordemos las “manos limpias” y la denuncia de la “partidocracia”—las consignas con las que Correa arrasó en las elecciones del 2006.

En el nuevo escenario político de la Segunda República italiana entre 1994 y 2011 se disputaban el poder político el populismo mediático del magnate Silvio Berlusconi, quien lideró varias coaliciones de centro-derecha, y coaliciones de centro-izquierda. La fragmentación partidaria se combinaba, en otras palabras, con personalismo, y con frágiles coaliciones rivales. La política personalista y extravagante de Berlusconi que utilizó su imperio mediático para mantenerse en el poder y neutralizar acusaciones de corrupción y de explotación sexual, marcó un hito en la degradación de la cultura política en ese país.

Luego, la crisis económica de los países mediterráneos en 2008-2011, alteró el juego político italiano una vez más. El poco confiable Berlusconi fue presionado por la Unión Europa para que ceda el poder y esta coyuntura fue aprovechada por el nuevo Partido Demócrata de centro-izquierda tecnócrata, que ganó las elecciones de 2013. Simultáneamente, aparecieron nuevos populismos, esta vez tanto de izquierda como de derecha. El Movimiento 5 Estrellas, liderado sintomáticamente por un comediante, Beppe Grillo, despotricaba contra el establishment y contra un sistema político tutelado por la Unión Europea, en manos de Angela Merkel. En la derecha, la Liga (Lega Nord), que antes había abanderado el separatismo del norte de Italia, se convirtió en un movimiento anti-migrante y anti-Unión Europea. Ambos populismos odiaban a la centro-izquierda tecnocrática y pro-Unión-Europea, encarnada en el Partido Demócrata, que representaba ahora al establishment.

Los populismos finalmente se aliaron y formaron un inestable gobierno de coalición en 2018, aunque este colapsó rápidamente. Este fue reemplazado en 2019 por el improbable y por tanto precario gobierno actual de coalición compuesta por el Movimiento 5 Estrellas y el Partido Demócrata. Ahora el líder de la Liga Mateo Salvini está próximo a retornar al poder, esta vez a la cabeza de una colación de ultra-derecha, que podría contar con un apoyo mayoritario. En estos días, se celebran elecciones regionales en la región de Emilia-Romagna, tradicionalmente de izquierda, las cuales son una prueba de fuerza entre los bandos políticos.

Un rayo de esperanza de renovación se encuentra en el nuevo movimiento social de las “sardinas” (sardine). Se trata de manifestantes que se oponen a la xenofobia de la derecha populista y se quejan del fracaso de las izquierdas partidarias. Se denominan sardinas porque están colmando las plazas del país con sus protestas. Quizás este movimiento pueda impulsar Italia hacia un modelo nórdico que combine la buena gobernanza, y la economía de mercado con el estado de bienestar.
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